- Así no, Javi, así no... Si das tantos pasos después de ceñir, cuando tengas una tabla más pequeña te va a cubrir el agua y se te va a venir abajo el tinglado...
Tales advertencias provenían de un hombre mayor, no anciano, pero más allá de la palabra maduro, que gritaba de pie sobre una zodiac demasiado pequeña para su altura. Tenía la piel oscura y curtida hasta alcanzar la textura del cuero viejo, y una mata de cabellos rizados y canosos le sobresalían por debajo de un ridículo y descolorido gorrito gris de pescador, meciéndose con el viento.
Le faltaban varios dientes, la rala barba cana peleaba por despegarse de su aceitosa piel, y cubría sus ojos con unas gafas de sol ajustadas y de cristales polarizados, que cambiaban de color con cada movimiento de su cabeza, anacrónicas con respecto al resto de su indumentaria.
Y pese a todo, erguido como estaba con su gastado neopreno gris que no llegaba a cubrirle las rodillas, indiferente al vaivén de las olas que nos descolocaban a todos, era la figura más digna que podía verse en toda la playa y el puerto adyacente, más aún que los capitanes de barco que atracaban constantemente en la zona.
- Has aprendido hace poco a navegar, ¿no? - Me decía, con un acento isleño y un tono de voz que podría ser de abuelo irritado.
Yo, me tragaba el orgullo y mis años de experiencia, por lo visto mal aprovechados, y contestaba con cierta sorna:
- He tenido malos maestros, y he sido peor alumno...
Viéndole dar clase al resto del grupo, se diría que sus alumnos aprendíamos a pesar suya, pero un observador mas fino se daría cuenta de que, torpes o hábiles, mayores o jóvenes todos hacían progresos, así que debía de tener algo. Quizá fuera su mala leche, que aplanaba las olas y frenaba los vientos, o que su meticulosa manera de recordarte tus errores una y otra vez terminaba por introducirte los movimientos directamente en el cerebelo, por fuerza bruta, sin pasar por el cerebro.
Nunca le vi mojarse un pelo, ni siquiera se ponía los escarpines para pisar las rocas debajo del agua, porque no le hacían falta.
Cogía las tablas, el carrito y las velas y las llevaba hasta la orilla o nos decía que las cargáramos nosotros. Una vez allí, nos dirigía para que las amarrásemos en las boyas y engancháramos las velas, mientras él bajaba un pequeño remolque con la zodiac hasta el mar. Con movimientos rápidos y seguros, deslizaba la motora en el agua y se montaba. Arrancaba el motor y desde ahí, a veces de pie, a veces sentado, iba de alumno en alumno dando indicaciones, soltando improperios y corrigiendo errores.
Tampoco le vi nunca subirse encima de una tabla, ni levantar una vela... Por un momento me recordó a mi vieja profesora de educación física, Aurora se llamaba, a la que nunca vi realizar ni un solo ejercicio, aunque su pequeño y esbelto cuerpo no dejaba lugar a dudas de que hubiera podido hacerlos todos mejor que el más en forma de sus alumnos. Quizá tanto uno como otro estaban en ese momento de la vida en el que preferían usar la fuerza de las palabras a la fuerza de los hechos, o quizá no querían arriesgarse a perder su dignidad ante la posiblidad de un error tonto.
También era sorprendente verle repartir sus collejas verbales en varios idiomas. Compartí clase tanto con gente de habla inglesa como de habla alemana, y a juzgar por las caras que ponían, que no tenían nada que envidiar a mis avergonzadas muecas, sus acerados comentarios debían estar dándoles donde más les dolía.
Y sin embargo un día, al volver al cobertizo en el que guardábamos las tablas, con los brazos ardiendo de cansancio y del calor del sol, y el gesto derrotado después de la clase, me dio una palmada en el hombro, me dedicó una sonrisa desdentada y me soltó:
- Muy bien, Javi, has progresado mucho.
Pensé:
- Debe de creer que he contratado el cursillo de tres días en lugar del de cinco...
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