martes, 28 de junio de 2011

Érase una vez...


Una joven princesa, prisionera en lo alto de un torreón. Tenía una larga cabellera negra y lisa, brillante, que se derramaba sobre sus hombros como obsidiana líquida, la piel suave y blanca, y unos traviesos ojos de gata.

La mantenía prisionera un horrible ser, grande y gordo, con unas gafas redondas sobre una nariz que llenaba su cara enmarcada por una barba descuidada y llena de canas, y una rala cabellera rubio pajizo cada vez más escasa. Vivía en la base del torreón en unas estancias enormes, dominadas por una gran cocina y un horno inmenso, que se mantenía encendido día y noche, preparando bandejas y bandejas de galletas, hasta el punto de que su olor impregnaba sus ropas permanentemente y le precedía como un ente independiente.

El horrible ser mantenía a la princesa encadenada a la mesa, y la obligaba a leer interminables rollos de pergamino llenos de runas mágicas garabateadas, que llegaban en camello desde las tierras del lejano sur. Debía leer los pergaminos, y seguir las runas con las yemas de los dedos, dejando que la tinta mágica saliera del tejido y se enroscara en ellos. Después tejía dibujos con esa tinta, fabricando hermosas cenefas que el horrible ser utilizaba para decorar las habitaciones del resto del torreón.

Por la tardes, cuando la princesa ya tenía los dedos doloridos y la cabeza llena de símbolos extraños, el horrible ser recogía las cenefas con un gruñido, le soltaba la cadena y la dejaba volver a sus aposentos, donde se dejaba caer, exhausta, en su jergón. A veces, los domingos, la dejaba bajar por la trampilla a la planta de abajo, para que limpiara la cocina y los baños, y esos días no tenía que procesar los horribles pergaminos.

Un día, al terminar su agotadora jornada de trabajo, decidió explorar el resto de habitaciones de la parte alta de la torre, en vez de irse a dormir directamente. La mayor parte de las puertas se encontraban cerradas, y no pudo abrirlas por más que tiró del pestillo, pero al final de un pasillo, en un recoveco, encontró una pequeña puerta que se abrió con un chasquido seco.

Al otro lado encontró una estancia con los muebles cubiertos de polvo y una gran estantería llena de libros. Al fondo, justo bajo una pequeña ventana con barrotes por la que se colaba la luz del ocaso, había una piano, cubierto de telarañas.

Desde ese día, pasaba las tardes y las noches leyendo bajo la luz de las velas, y tocando el piano mientras miraba la puesta de sol, y así el dolor de sus dedos desaparecía, y las runas que nublaban su alma se desvanecían liberando su mente para pensar en un modo de escapar. Después, cerraba con mucho cuidado la puertecita y volvía a su jergón, para que el horrible ser la encontrara allí por las mañanas y no descubriera su pequeño secreto.

Poco a poco, fue forjando un plan para escapar de su cautiverio: Se dejaría el pelo largo y se haría una trenza, y así, cuando fuera suficientemente larga, fabricaría una cuerda y escaparía desde la ventana de su pequeño refugio. Aunque la princesa estaba delgada, no cabía entre los barrotes, pero estaba segura de que si dejaba de comer las grasientas galletas de su captor, en poco tiempo podría salir por la ventana.

Lo que la princesa no sabía es que cada noche la música de su piano viajaba a traves de los barrotes de su ventana, llenando el aire de la noche, y llegaba a oídos de un caballero errante que vivía viajando de pueblo en pueblo y de taberna en taberna, ayudando a los campesinos a resolver sus problemas y los posaderos a vaciar sus barriles.

Cuando la oyó la primera noche, pensó que debía proceder de alguien muy triste y decidió buscar su origen, pero cuando llegó el amanecer la música cesó y no pudo continuar, viéndose obligado a parar en una taberna donde servían un sublime vino del Rejo. La noche siguiente, la música volvió a aparecer y pudo volver a ponerse en marcha, y desde ese día, comenzó a viajar solo de noche, al ritmo de la música, atravesando las comarcas del reino.

Mientras tanto, los cabellos de la joven princesa crecían y crecían, y su cuerpo menguaba y menguaba... El horrible ser comenzó a sospechar, y decidió hornear también un delicioso bizcocho de chocolate y ofrecerle todos los días una porción a la princesa, que ella escondía en su refugio, guardándolo para el día de su huída, aunque se chupaba las miguitas de los dedos con fruición cada vez que guardaba un trozo en una bolsa de piel de cola de mapache.

Por fin, llegó el día en que la trenza de la princesa fue suficientemente larga para llegar del torreón al suelo, y su cuerpo lo suficientemente delgado para caber entre los barrotes, así que esperó a que el horrible ser recogiera las cenefas de ese día y cerrara la trampilla que separaba la parte alta del torreón del resto para dirigirse hacia la pequeña puerta y el ventanuco.

Una vez allí, recogió su bolsa de cola de mapache llena de bizcocho y galletas, cortó su trenza y la ató a los barrotes, retorciéndose para pasar entre ellos, y comenzó el descenso agarrándose con ambas manos a su improvisada soga.

Sin embargo, en la parte baja del torreón el horrible ser encontró un error en las cenefas de ese día, puesto que la princesa, con la mente distraida por la emoción de la fuga, había cogido las runas del pergamino del día anterior y las había duplicado. Cuando subió a buscarla y vio que no estaba en su jergón, se dirigió a toda prisa, entre gruñidos de rabia, a la puertecilla que se encontraba abierta al fondo del pasillo, y desde allí vio la trenza atada a los barrotes.

Con una rapidez impropia de su enorme cuerpo, bajó las escaleras de caracol del torreón, armado con una amarillenta fusta metálica, y esperó a la princesa al pie de la torre, donde su trenza rozaba el suelo.

Cuando la princesa miró hacia abajo y vio a su captor esperándola, soltó un grito de pánico e intentó volver a subir, pero tantos meses sin comer para caber entre los barrotes la habían dejado sin fuerzas y se quedó, agarrotada de miedo, a mitad de escalada.

El horrible ser rugió y gruñó, y comenzó a mover la trenza, golpeando los muros de la torre con la fusta, y la amenazó con hacerle limpiar sus negros pies si no bajaba inmediatamente, pero la princesa aguantó entre gritos sin soltarse de la cuerda.

En ese momento, atraído por los gritos de la princesa, apareció el caballero que, viendo la escena, desenvainó su espada y se lanzó contra el horrible ser. Se batieron en duelo, espada contra fusta, y aunque el horrible ser era muy lento, golpeaba al caballero con demasiada fuerza y este se veia obligado a coger la espada con las dos manos para que no se le escapara con cada golpe, esquivándolos muchas veces por lo pelos.

La princesa aprovechó la distracción para bajar hasta el suelo y fabricar una honda con varias hebras de la trenza y un trozo de bolsa de mapache. Después comenzó a lanzar galletas con su honda, de las duras que guardaba en el fondo, al horrible ser, mientras estaba distraido atacando al caballero.

Debido a su nula puntería, una de ellas alcanzó al caballero en el yelmo, derribándolo con un quejido y un sonido metálico, pero cuando el horrible ser se agachó para darle el golpe final, se llevó un galletazo en la nuca y cayó redondo al suelo, muerto o inconsciente.

El caballero, confuso y agradecido, se dejó ayudar por la princesa para incorporarse, y los dos huyeron en su caballo, alejándose del lugar a toda prisa.

Y colorin colorado...

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