Llueve.
Las gotas repiquetean contra el cristal de mi ventana. Levanto la mirada y la abro, dejando que entre el olor a tierra mojada. En un segundo, el cielo se oscurece, el repiqueteo se convierte en un tamborileo insistente y sonoro.
Diluvia.
Los sonidos de la calle se apagan: coches, niños jugando, pájaros... todo se detiene, expectante, como si toda la creación estuviera mirando al cielo... El ruido del agua contra el tejado del mirador atruena con un timbre metálico.
Me siento como si estuviera en el único lugar seguro del mundo. Bajo el volumen de los altavoces, dejando que la música de la tormenta lo llene todo, y miro a través de la cortina de agua, pensando en lo que sería estar ahora mismo ahí fuera.
Es curioso, de repente el mundo se ha dividido en dos: dentro y fuera, seco y mojado, seguro y libre...
Creo que esta vez preferiría estar fuera.
Silencio.
La lluvia se marcha, y la luz del sol vuelve a colarse entre los jirones de las nubes. Se escucha un gorrión tímidamente, y un coche que arranca en un semáforo.
La vida está llena de momentos efímeros...
Como los versos que te escribo cada noche, con el alma turbia y derrotada... Y que cada día borro, culpable, como el agua se lleva la resaca.
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