Una vez más, estoy sentado en el AVE, a punto de atravesar media España, como pieza móvil de un mecanismo más bien poco engrasado.
Hace unos años me hubiera gustado verme a mí mismo sentado en un tren, escribiendo mis memorias en un portátil, como esos tíos de las películas... Esta claro que el verdadero progreso consiste en convertir en cotidiano lo que años antes hubiera impresionado a un niño de 8 años.
La verdad es que es cómodo esto del AVE, si lo comparamos con el avión o el coche, claro... Comparado con el teletransporte, cuando se invente, será una cosa de románticos empedernidos, como el viaje a caballo.
Otra vez, de camino a Atocha, he visto despertarse a Madrid. No es la primera vez, y probablemente no será la última, pero no lo hago con la frecuencia suficiente como para resultar monótono o rutinario, como le debe de resultar al panadero que se levanta cada día al alba, o al señor que pone las calles...
Existe un momento mágico, una pequeña franja de tiempo, en el que todavía conviven los crápulas que vuelven, con los trabajadores que se levantan. No es el amanecer, no todavía, no por lo menos durante el frío invierno madrileño, si no, quizá, el momento en que comienza a abrir el metro, a cambiarse los taxis y búhos por los autobuses de la EMT, y a sentirse ese inminente bullicio que pronto se convertirá en un monumental y perenne atasco en la M-30 (Calle 30 hay que llamarla ahora, por cortesía de Gallardón y su hábil maniobra para esquivar los informes de impacto medioambiental).
Quizá por encontrarme hoy en el bando contrario al habitual, he sido capaz de apreciarlo con más claridad, y he visto que Madrid ya no se despierta con vendedores y quiosqueros abriendo sus comercios, con camareros limpiando las barras de sus bares, o con los porteros de edificios contiguos compartiendo un café.
Es posible que eso todavía ocurra en algunos barrios, pero en el recorrido desde mi estudio hasta la estación de Atocha, la Villa y Corte se despierta con tíos trajeados andando deprisa hacia una boca de metro o pidiendo un taxi, con madres (o padres) llenando monovolúmenes de niños para llevarlos al colegio a una hora indecente para poder ir luego a trabajar, con guardias tomando posiciones para amplificar los atascos, y con gente que va en ayunas a hacerse análisis de sangre (a éstos últimos se les reconoce fácilmente por su expresión mezcla de pavor, fastidio, y hambre).
Como decía hace un momento, el progreso consiste en convertir en excepcional lo que antes era cotidiano para un niño de 8 años.
Seguramente hay una cosa que no cambia, y eso son los taxistas. Si, ahora todos llevan GPS, coches híbridos o eléctricos y una radio digital, cuando antes llevaban un callejero de Madrid, coches con gas de agua y una radio con la aguja del dial encajada sin remedio en la COPE, pero lo que no se ha perdido es ese espíritu pionero con el que emprenden cada carrera: He hecho este mismo recorrido no menos de tres veces en los últimos dos meses, y todavía no ha coincidido la ruta elegida por cada uno de ellos y, dicho sea de paso, tampoco con cualquier ruta que haya tomado yo en mi vida para ir desde mi casa a Atocha...
Otra cosa que no cambia es el Retiro, visto desde la verja de la calle Alfonso XIII. En algunos puntos, uno puede imaginárselo como el Bosque Oscuro, dual y mágico, con el Señor del Bosque presidiendo en un claro. En otros, se ven los setos y las avenidas, como un escenario del siglo XVII, con Malatesta y Alatriste batiéndose en una esquina. Lo único que ha cambiado es con lo que se pinchan ahora los duelistas.
Amanece, desde la ventana del tren...
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