Se me da mal escribir sobre emociones.
Creo que es porque intento analizarlas y diseccionarlas. Las cojo, las pongo sobre la mesa de trabajo, las sujeto, bien estiradas con unas chinchetas, y les pongo un foco encima, intentando ver cada uno de sus detalles y pliegues, mientras lo apunto todo minuciosamente en una libretita.
El problema es que las emociones son escurridizas, son como las sombras que nos persiguen constantemente, y que en cuanto les arrojas algo de luz encima, desaparecen. Son como esa sensación de que alguien nos está mirando por la espalda y que desaparece en cuanto nos giramos a mirar.
El amor, el odio, el miedo... No puedes perseguirlas con un cazamariposas para meterlas en una jaula y mirarlas con lupa. No puedes guardarlas en un bote en la nevera, bien etiquetado, del que bebes un sorbo después de las comidas.
La única manera de que poder expresarlas es dejar que te llenen, que se apoderen de ti, que inunden tu alma y tu corazón, y terminen saliendo a través de tus manos, tus labios y tu piel. Tienes que sentir su regusto amargo debajo de la lengua, tienes que notar la angustia de saber que te lleva la corriente, tienes que sentir el vacío y la resaca cuando te abandonan y te ves enfrentado contra ti mismo.
Pero entonces no serás tu el que escribas sobre ellas, serán ellas las que escriban sobre ti.
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