Cuando era pequeño tenía miedo a las piscinas, me pasaba las horas agarrado al borde hasta que me sangraban las yemas de los dedos mientras mis hermanos jugaban, se tiraban, salpicaban... Pensaba que era miedo al agua, a ahogarme en el fondo y no volver a salir.
Pasado un tiempo aprendí a nadar, y olvidé todo aquello... Las piscinas pasaron a ser un lugar divertido y el agua dejó de ser un elemento amenazante.
Hasta que conocí el mar.
El mar me fascina y me sobrecoge, podría pasarme horas mirándolo, escuchándolo, oliendo su brisa... Pero pasado un tiempo descubrí que le tenía miedo. No a la playa, ni a la arena, ni siquiera a bañarme, incluso donde no veo el fondo. Pensaba que era a su inmensidad, a su fuerza, a mirarlo por la noche cuando se convierte en un negro abismo, a escuchar el rugir de las olas contra las rocas.
Tiempo después, decidieron que tenía que aprender a navegar... Cada día que iba al curso caminaba temblando de miedo, mirando las banderas para saber hacia donde soplaba el viento, suspirando aliviado si soplaba hacia la orilla y encogiéndoseme el estómago si soplaba hacia afuera, pensando que el mar me tragaría y nunca volvería a tocar tierra.
El mar nunca me tragó, aunque no faltaron las veces en que tuvieron que ir a buscarme, incapaz como era de volver a la orilla. Ahora disfruto cada momento que paso sobre las olas, sintiendo la fuerza del viento tirando de la vela, aunque nunca he perdido el respeto que el mar se merece, y aquel miedo fue olvidado...
Hasta que me encontré en lo alto de una montaña.
Pensé en qué podrían tener en común aquellas relaciones de amor y temor con cosas tan hermosas y tan sobrecogedoras, y llegué a la conclusión de que tenía miedo a la soledad. A la soledad del mar, enorme e infinito, o a la soledad de una montaña nevada, silenciosa e imperturbable.
Me equivocaba.
Muchos años después, también he aprendido qué es la soledad. Como el miedo mismo, es algo que te acompaña toda la vida, a veces deseada, a veces impuesta. La soledad no es más que la compañía de uno mismo...Lo grave quizá no es la soledad, si no el rechazo, la incomprensión, el ridículo, pero también aprendí a no tenerles miedo.
Al final, descubrí que a lo que tenía miedo era a lo desconocido.
Y eso solo se cura viviendo.